Y entonces entra el olor a humedad de papá desde la cocina y cuatro
segundos más tarde lo veo aparecer tambaleándose en el umbral
de la puerta, vociferando unas canciones antiguas que no recuerda nadie y bebiendo
a la salud de mi madrecita muerta. Todo se reduce a eso, ¿no? Darle de
beber. Un trago y papá es razonablemente feliz. Dos y se puede ir a dormir
tranquilo; con tres se acuesta con cualquier muchachita y duerme como un condenado
hasta las tres de la tarde. Pero por ahora todavía está sobrio
y sonríe. Yo me paro de la cama y salgo de la habitación rápidamente,
esquivando apenitas sus manos gordas. Las manos de mamá eran tan delicadamente
huesudas al lado de las suyas que parecía que de repente se iba a caer
muerta. Y eso pasó, pero por otros motivos.
Papá me sale persiguiendo por el pasillo recién encerado y lo
mancha de agua. No quiero tener que trapear los pisos nunca más, pero
cuando a mi papá le da por bailar hay que hacerlo bailar hasta que se
canse. Y entonces, cuando me atrapa, me toma las manos y me hace juntar el mentón
con el cuello de su camisa (eso no se lo perdono, que sea más alto que
yo), y nos ponemos a bailar una mezcla extraña entre tango y vals. A
veces se me ocurre que piensa que soy mamá hace como cuarenta años.
Cuando está a punto de pisarme un pie se pone a hablar:
—¿Te acuerdas de las fiestas pasadas? ¡Cresta que comimos
en la casa del Juanito! Me gustaba esa casa, ponían cuecas buenas. Cantaba
lindo la señora. Cantaban lindo todos.
—Eran lindos, también; pero acuérdate de lo que pasó
después, papá, acuérdate de las cuestiones que terminó
hablando él de la pobre señora. Pobrecita, todavía debe
tener el trauma de la impresión. Para mí que eran puras mentiras,
aunque igual no volvió a cantar nunca más.
—Ahí uno no sabe, Claudita, esas son cosas de ellos. —Y me
hace dar un giro mientras tararea los últimos acordes de cualquier canción.
Yo me arranco para el patio, donde él no me va a seguir. En la semana
descuidé las flores y por eso ahora hay un montón de rosas medio
marchitas escupiendo pétalos grisáceos. Me pongo a arreglar las
ramitas de las enredaderas un rato y estoy en la mitad de eso cuando me acuerdo
de la cara de mi mamita cantando. Veo a papá bailar solo tras la ventana:
lo de ahora es un programa de pasos aprendidos, quizá, el día
de sus bodas de plata, porque siempre se pone a bailar eso después de
acordarse del Juanito. Ni se inmuta cuando se golpea las rodillas con la esquina
de la mesita de centro. Quizás es porque elige canciones tristes, eso
de cambiar un dolor con otro, eso de morderse los dedos para olvidarse del dolor
de estómago o doblarse el tobillo para el de cabeza. El viejo se olvidó
del poder de las plantitas medicinales estas: por algo la madrecita mía
estuvo tantas horas bajo el agua y las yemas de los dedos ni se le arrugaron,
pobre.
Entonces me vuelvo a la casa. Papá me sale al encuentro con manos sudorosas.
Yo le pongo en la mano un vaso humeante con hojitas dentro. Se toma el agua
con hojas; entonces me toma una mano y con la otra me rodea la cintura para
volver a bailar. En la mesita de centro, una botella de vodka vacía se
mueve un poco más hacia la esquina cada vez que mi padre da un paso medio
tambaleante, medio aguachento hacia mi boca.
Afuera es de noche y aquí dentro hay una luz violentamente amarilla
invadiendo los espacios. Algunas veces pasamos las veladas a oscuras, terminando
de usar esos cabos de vela perdidos por la casa que sobraron desde el tiempo
de los apagones. A las siete de la tarde teníamos que tener todo listo
para sumirnos en la incertidumbre de la hora sin nada de luz. Quién diría
que después se nos haría costumbre y que si no pasaba era peor,
todo por eso de prepararse para la hora de silencio y luego darnos cuenta de
que todos nuestros planes para esa hora tendrían que ser cambiados por
la vida normal.
La vida normal. Lo normal es tomarse una taza de té con dos o tres de
azúcar. Estoy tratando de preparar eso y entonces me vuelve a decir:
—Me voy —y me mira—: me voy.
Yo lo miro de vuelta y sigo haciendo mis cosas. Se me ocurre que pongo una expresión
irónica cuando le digo
—¿Y dónde te vas a ir? Si no puedes hacer nada sin mí.
—Allá me van a cuidar mejor.
—Allá te van a matar para quedarse con todas tus cosas, Antonio.
De nuevo el silencio. Antonio estira el brazo y logra apagar la luz de un golpe
chueco al interruptor. Después me hace abrir la puerta de la calle para
que entre un poco de aire fresco y lo único que se ve es un par de niñitos
tratando de resistirse a la fuerza de los brazos que los empujan al fin dentro
de sus hogares.
—Si quieres te compro otra casa. Te dejo que te quedes con esta y te compro
otra. Y un auto: así me dejas irme.
—No.
Él me mira con reproche mientras le acerco el té. No quiere abrirme
los labios hasta que le ofrezco de beber a cucharaditas: una para ti y otra
para mí y nosotros somos casi como un espejo de movimientos copiados.
Después él comenta que le hubiera gustado un poco más de
azúcar y yo no quiero que hable más cosas sin sentido. Intento
que me bese y no quiere. Yo le planto un beso tibiecito en la nariz.
—No me vas a poder dejar nunca. ¿Cómo, si ni siquiera puedes
usar las manos? —le digo, y entonces lo pongo en el umbral de la puerta
para que le llegue el viento.
—Siempre queriendo sacar la última carta del naipe —me responde
cuando estoy desapareciendo tras la puerta de la cocina—, pero esa la
tengo yo.
Y entonces se gira hacia la puerta y con la fuerza que nunca tuvo da pasitos
rápidos en la silla de ruedas hasta que sale a la calle: aquí
dentro se apaga la luz y en una esquina del saloncito se prende un cabo de vela.
Cuando llego a la verja Antonio ya no está y no se escucha nada más
que el rumor de los autos atravesando la avenida de enfrente y las murmuraciones
de los vecinos espantados por un nuevo apagón.
Etiquetas: con el apagón, familia, hombres, silla de ruedas
En el local hace un calor de los mil demonios. Blanc está terminándose
los últimos restos de su tercera cerveza y mira con la cara sonriente
a su interlocutor, el dueño, un hombre de unos 45 años, de frente
arrugada y nariz profundamente enrojecida. Treinta minutos atrás, Blanc
había entrado desde la calle ruidosa cuando caía el atardecer
y, cuando lo viciado y ardiente del aire lo golpeó en la cara, se sintió
profundamente envidioso de Malena y sus correteos por los callejones de aquella
ciudad, en busca de un vestido nuevo esperándola tras alguna de las innumerables
vitrinas.
—Si me da usted un momento yo le traigo a la guía para que le arme
una degustación. Nada demasiado importante, sabe usted; simplemente prepare
algo que aplaque el hambre. De lo demás yo me encargo.
—¿Y de dónde conoce usted a la guía esa?
—Eso no se lo puedo contar. Pero no se preocupe: de lo demás yo
me encargo.
A Malena le cuesta encontrarla; tuvo que recorrer cinco calles completas hasta
hallarla embelesada con un vestido color turquesa en una vitrina igual a todas
las otras. Como nunca, tiene las manos completamente vacías: ni siquiera
una bolsa pequeña con calcetines dentro o qué otros diablos que
ella suele comprar. Blanc la mira extrañado.
—Tú te crees que yo no me puedo aguantar las ganas —dice
ella, mirándolo de reojo—. ¿Ya nos vamos? —y se sonríe
cuando Blanc le susurra en el oído lo que acaba de hacer.
Para cuando terminan de recorrer de vuelta las cinco calles ya está oscuro
y la mayoría de las tiendas ya están cerradas. El aire del local
está aún más caluroso que antes y Malena no puede disimular
la mueca que se le arma en la cara cuando atraviesa la puerta, aunque logra
ponerse los lentes oscuros antes de saludar al hombre de la nariz roja.
—¡Bienvenida, bienvenida! Welcome, ¿no? ¿Así
no es como saludan ustedes? ¡Welcome, welcome a mi pequeño local!
En un segundo Malena está instalada en un rincón adornado con
flores, ella y el dueño son todo risas y cortesías; la mesita
completa es casi como una isla de blonda, reluciente y serena, rodeada por muchas
otras mesas sucias que sientan a hombres ebrios. Ella logra mantener la compostura,
para sorpresa de Blanc, que la observa desde la barra con la cuarta cerveza
en mano. Y entonces se vuelve a mirar la figura del dueño del local y
sus formas en todo sentido rebosantes, igual que el sándwich y el jarrón
de jugo fresco que le planta en frente. Malena estira los largos dedos, toma
un cuarto y se larga a comer lo más discretamente posible.
—¿Y bien? —pregunta el dueño cuando vuelve al lado
de Blanc.
—¡Ah! Bueno, pues a ella la conocí hace un par de días,
sabe. Allá en la capital. Accedió a traerme acá por asuntos
de negocios.
—¿Y qué gana usted trayéndola aquí?
—Nunca más de lo que ganará usted: mírela, mire usted
como mira hacia acá.
Y cuando Blanc lo mira de reojo, el dueño se da cuenta de que Malena
le sonríe a él, al provinciano dueño del local, y entonces
le devuelve otra sonrisa y se escabulle atrás de un biombo para peinarse
antes de acercarse de nuevo a la mesa.
—¿Qué le pareció, señorita?
—Oh, good! Very, very good, sir.
—¿No habla nada de español?
—Sólo un poco, sir, I’d love to learn some more. —Y
a él le encanta la forma ingenua en que chapurreó esas tres palabras
(y las otras, pero eso debe ser efecto del calor del demonio que me tiene la
cara roja, los pantalones mojados antes de tiempo), pestañeando lentamente,
y le hace una caricia en el hombro.
Blanc apenas logra esconder los últimos billetes en su bolsillo antes
de que vuelva a sentarse el dueño a su lado. El hombre le sonríe
febrilmente y murmura algo sobre bellezas extranjeras; Blanc le ofrece un trago
de su cerveza justo en el momento en que Malena se escapa de nuevo por la puerta
del salón y, cuando el dueño suspira y se revisa la bragueta,
comienza a levantarse.
—¿Y esos extranjeros, entonces?
—¡Ah! Los extranjeros. Sí, sí, claro. Déme
un momento, ¿quiere? Déme un momento y se los traigo. Deben estar
por ahí, ya sabe usted, gastándose los últimos centavos
antes de continuar a los otros pueblitos; sí, sí, déme
un momento, que yo vuelvo de inmediato.
Y camina los últimos pasos hasta la puerta en un movimiento tranquilo
y seguro antes de que el dueño atine a pararse, sin dejarlo hablar; y
respira profundamente ese aire viciado por última vez antes de salir
a la calle, qué aire de la puta madre que me tiene hasta el pelo. Malena
le hace una seña desde un callejón cercano. Él la alcanza
caminando despacio y entonces ambos se echan a correr, justo en el momento en
el que el dueño del local sale subiéndose la bragueta y vociferando
algo sobre un par de cochinos ladrones.
Yo no sé si alguna vez usé de esos zapatitos. Si me hubieran preguntado
cómo los encontraba seguro que habría dicho que eran de lo peor
que me ha tocado ver, pero si ahora me llevo un par es solamente de recuerdo;
de paso, la abuela no se me enfada. Cuando era chico venía siempre a esta
misma playa con mi familia y nos sentábamos con Clarita a la orilla del
agua a hacer castillos. Me acuerdo de que teníamos una sombrilla azul con
flores y Clarita usaba una malla de ese mismo color. A mí me daba envidia
eso, porque como era niña podían comprarle mallas cada tantos años
y a mí simplemente me tocaba usar un par de pantalones cortados para la
ocasión. La cosa es que nos sentábamos allí y lo que queríamos
era lograr construir un castillo con una cámara oculta para esconder un
par de tesoros, de ordinario unas pulgas de agua medio muertas y unas conchitas
multicolores.
El año en que la abuela se la llevó a vivir a esa playa empezaron
a cambiar las cosas. Yo veía que en cada visita la misma malla azul le
quedaba cada vez más pequeña a Clarita y estaba cada vez más
reticente de sentarse en la orilla porque prefería quedarse con la abuela
en las toallas, siempre protegida por la sombrilla, y desde ahí me miraba
con la cara tranquila, sin jamás perder un punto mientras tejía
los zapatitos. Es que a Clarita le encantaba inventar patrones nuevos y cosas
como esas. Con la plata de los zapatitos se compraba ramos de flores para poner
en la mesita de centro allá en la casa de la esquina. Después las
flores las tiraba al agua del mar y se volvía a las toallas sin siquiera
mirarme construyendo torres. La mamá me decía que era normal; papá
ignoraba convenientemente eso porque no quería aceptar que Clarita no pensaba
volver a hablarnos nunca más.
Y entonces vino el día en que me robe las flores recién compradas.
Las escondí en la cámara que logré armar en el castillo de
ese día y me acerqué a la sombrilla con Clarita y la abuela. La
vieja dormía y Clarita terminaba de tejer el último par de botones
para sus zapatitos. Entonces la tomé de la mano y me fijé en que
le picara la arena entre los dedos y la arrastré hasta donde yo había
armado el mejor castillo de mi vida y cuando la tuve al lado de eso la empujé
encima y me reí cuando comenzó a sacudirse la arena y encontró
las flores y me seguí riendo cuando me pegó una bofetada y en eso
llegaron los padres y nos vieron peleando y nos quisieron abrazar como en los
viejos tiempos pero la verdad les preocupaba que nos tocáramos más
de la cuenta allí, frente a todo el mundo, en la mitad de la playa y el
verano. Cuando llegamos a casa rellené el espacio vacío del florero
con un par de hojas arrancadas del jardín y me metí en la habitación
de Clarita. Cuando ella entró venía con el cabello desgreñado
y el par de zapatitos terminados esa tarde cortado por la mitad en una de sus
manos. Las tijeras las traía colgando de la otra.
A la mañana siguiente Clarita comenzó a tejer su ajuar de novia
y a mí me trajeron de vuelta a la capital bien agarrado de un brazo. Las
pocas veces que volví desde entonces sólo la pude ver en el saloncito
bien iluminado y con los padres ambos presentes, excepto esa vez hace casi ya
tres meses, cuando la abuela se volvió a quedar dormida y no quiso despertar
más. Hoy aparecí solo por primera vez, con un ramo de flores recién
comprado para poner en la mesita de centro. Los zapatitos que me llevo los compro
sólo para que la abuela no se enoje por visitarlas sin avisarle a ella,
y para ver si este detalle tan propio de la infancia de Clarita y yo ablanda a
nuestros padres cuando, forzosamente, tenga que contarles la noticia.
En la pieza lo único que había era olor a ceniza. Yo no sé
por qué ella insistía en ponerse a quemar las cartas y fotos viejas
dentro de la casa, cuando en el patio había hace tiempo un manchón
de tierra donde podía echar cuantas cosas quisiera para ponerlas a arder,
pero a la única que le molestaba el olor era a mí, y eso en ninguna
parte era suficiente como para corregir una conducta. En la pieza también
había como un susurro de cantantes de boleros, boleros iguales de viejos
que las fotos. Dónde anda mi papá, le pregunté a ella,
y no quiso contestarme nada, aunque quizás fuera que no supo qué
contestar. Yo tenía la idea de que mi papá andaba en el campo
cazando conejos para que comiéramos algo distinto en la cena de navidad,
y ella no quiso asegurarlo, aunque tampoco se molestó en corregirme.
Esos días almorzamos siempre arroz y a la noche recalentábamos
una sopa que había quedado desde el día en que mi papá
partió, y en las tardes yo me entretuve sacándole brillo a unas
escopetas y a los adornitos de la mesa de centro. Martita, le dije, ¿se
va a demorar mucho en volver mi papá?, y ella tiene que haber murmurado
algo sobre lo tonta que yo era o cualquier cosa de esas mientras le pegaba fuego
a un papel cuidadosamente doblado. Yo las cartas nunca las leí, pero
una vez me quedé escuchando detrás de la puerta y mi papá
hablaba con ella de un tal Antonio, y ella contestaba cosas entre soplos y quejidos
de mujer que llora, y él se callaba y entraba a donde estaba yo tan rápido
que apenas tenía tiempo de meterme debajo de una mesa a esperar que se
fuera para poder salir. Pero para ese entonces ella todavía no había
empezado a quemar cosas, que ocurrió al tercer día después
de que mi papá saliera a buscar los conejos al campo. Estábamos
tomando té y en la radio terminaba de sonar una canción de Gardel
y entonces me dijo: búscame una caja con flores que hay ahí abajo,
que tengo que hacer. Yo se la encontré y apenas estiré la mano
para entregársela me mandó a acostarme, y por primera vez olvidó
decirme que me cepillara los dientes aunque yo lo hice de todos modos, y cuando
estaba quedándome dormida la escuchaba cantar boleros desde la pieza
del lado. Al otro día ya estaba instalado el olor a ceniza y no quiso
dejarme recoger la pilita que quedó de las cosas que estuvo quemando:
ella misma las tomó y las echó a la basura con cuidado, como si
no fueran nada más que un montón de mugre.
Cuando salió a ver si podía comprar un par de huevos yo agarré
la cajita de abajo de la mesa de luz y encontré adentro montones y montones
de postales coloreadas. Había una con el dibujo de una muchacha muy linda,
toda ella sin colores entre un montón de flores azules y verdes. Por
el otro lado había una fecha de unos diez años antes, y un mensaje
escrito en delicada caligrafía. Los primeros versos hablaban de vidas
risueñas y amables corazones, pero no alcancé a leer lo demás,
pues justo entonces se abrió la puerta y en el umbral estaba ella mirándome
como avergonzada y espantada conmigo. Yo traté de decir algo pero antes
de terminar la primera palabra me había cruzado la cara de un manotazo,
y luego guardó precipitadamente todas las cosas de vuelta en la caja
y me arrastró hasta la pieza del lado. Estuve encerrada hasta bien entrada
la noche, cuando volvió mi papá y lo recibió ella con grandes
alaridos. Yo me quedé dormida escuchando la mezcla de gritos y boleros
matizados por los silbidos de mi papá en la cocina.
Al día siguiente comimos conejo de almuerzo y luego mi papá me
hizo limpiar el patio en el vestido blanco que iba a usar esa noche. En el manchón
de tierra había un montón de fotos y cartas a medio quemar, que
recogí bajo la atenta mirada de ella, escondida detrás de las
cortinas blancas del pequeño salón. Cuando terminé estaba
completamente sucia y, así mismo, mi papá me agarró de
la mano y me llevó de vuelta hasta la casa de mi mamá. Él
dijo algo sobre cuán desordenada yo era y mi mamá miró
con horror el estado del vestido antes de recibirme sin mirar a mi papá
siquiera media vez. Apenas se fue me mandaron a cambiarme el vestido por alguna
otra cosa. En uno de mis cajones encontré otro vestido de color claro
que sería adecuado para la cena. Escondida dentro de él encontré
una postal coloreada vieja con el dibujo de una pareja escogiendo flores. Por
el reverso no tenía nada escrito. Me cambié de ropa y escondí
la postal en el cajón de mis zapatos. Cuando volví a la cocina,
mi mamá estaba terminando de decorar un plato de ensaladas y me dijo
que hacía demasiado calor para comer carne en la cena. Yo me alegré
de no tener que volver a comer conejo hasta que volviera a cenar con papá,
pero desde entonces las visitas a su casa se han vuelto extremadamente escasas.
Fragmentos de nada en particular, pero con ejemplos
0 comentarios Publicadas por Miss Rydia a la/s 6:30 p. m.I.
Hay cosas que me enferman de los nervios.
Tú,
por ejemplo,
pero sobre todo esas nubes que me tapan la cordillera
pero que así y todo no se atreven a tapar el cielo, cobardes,
porque tapan lo más lindo y no tapan lo más peligroso,
que es esa luz que baja del cielo y me ilumina las ojeras
y las pestañas y las cejas y los ojos,
que me pone a la luz cuando quiero mirarte a escondidas.
II.
Hay una foto de mi abuelo en la playa
y tiene la misma sonrisa que pone mi mamá en la calle
la misma forma de las comisuras, las mismas ojeras al entrecerrar los ojos:
hay otra foto de mi abuela de muy joven
y tiene la misma cara que tengo yo cuando me miro al espejo
y los mismos labios, aunque su cara tiene más aire a actriz famosa
a Angelina Jolie, por ejemplo,
aunque ella no ha sido ni será nunca de mis favoritas.
Cómo lo hizo mamá para parirme a mí
y hacer que me parezca a mis abuelos en esas fotografías,
que acaso son las únicas que he visto de ellos,
vaya a saberlo una, que
en general no se parece nada al lado materno de la familia.
III.
Toda la infancia empezó a venirse abajo
el día en que empecé a depilarme las cejas:
primero el entrecejo, luego las orillas
y luego lentamente el borde inferior,
y luego el superior,
y luego vino el maquillaje para las mejillas,
y la sonrisa hipócrita en la cara,
y las pestañas siempre bien encrespadas.
Etiquetas: abuela, abuelo, autorreferencia, familia, fotos, fragmentos, hombres, mamá, maquillaje, nublado, papá
Hay días en que te odio y cuando eso pasa
camino hasta la plaza en tacones
y me siento a tirarle pan a las palomas:
entonces llega el tipo de la iglesia
y conecta el megáfono mientras me lanza una mirada de desprecio.
Yo me levanto y salgo a andar hasta que termina de predicar el evangelio
pero nunca me alejo más de tres cuadras:
primero, porque a esa altura se empiezan a escuchar los gritos
y segundo, porque más allá de eso
podría encontrarme contigo en cualquier esquina.