Fragmento sobre Bécquer

Yo le clavo en el ojo mi ojo azul. "¿Qué es poesía?" Y primero pienso en que quizás se escuchó demasiado el eco de la mentira: pero él está embelesado mirándome un rizo. Un rizo o las luces detrás de los rizos, quién sabe. De repente sacude la cabeza y entonces me clava también el ojo en el ojo azul, y se sonríe como sin entender mi pregunta, ¿acaso tú me lo preguntas?, pero eso solamente lo leo en el ojo del ojo, y entonces me dice:

"Poesía eres tú."

Poesía eres tú, me dice, y yo empiezo a esbozar una sonrisa. Éste se cree que yo no sé como funcionan las cosas.

'Sorprendible'

Mi abuela con los años se convenció de que el pencazo que se tomaba todas las noches, unos quince minutos antes de acostarse, tenía propiedades curativas, restorativas y hasta de prevención de arrugas y achaques de vieja, aunque originalmente comenzó a tomárselo cuando se murió el abuelo Enrique (con la esperanza de que así pudiera dormir con sueños placenteros o, simplemente, sin ninguna clase de sueños). Luego vino la muerte de mi madre, sin embargo, y entonces volvió a las convicciones originales y al pencazo de la noche le agregó uno a la hora de almuerzo, otro a la cena, y a veces incluso otro antes del desayuno si el día amanecía lindo; y al cabo de dos semanas la pobre pasaba yo creo que casi todo el día ebria y cantando a todo pulmón los boleros que salían de una radio antigua que no me dejó tirar a la basura. Cuando yo le dije que estaba embarazada era domingo y justo por afuera pasaba el organillo. La abuela salió dando saltos, compró dos pelotas saltarinas y un remolino y acaso también habría sacado un papelito con la suerte si el hombre del organillo hubiera tenido al loro, pero algo le había pasado, parece, no alcanzamos a escuchar la explicación porque justo entonces se largó a llover. La abuela volvió a correr dentro de la casa y luego al patio para descolgar los calzones viejos antes de que se empaparan demasiado. Cuando volvió tenía el pelo cubierto con gotas como de rocío y la cara enjugada en lágrimas. Luego nos sirvió un vaso grande de vino a cada una y me preguntó que si acaso ya sabía si sería niñito hombre o niñita mujer.

Fragmento sobre imitaciones

Cuando yo lo imitaba él se estiraba hacia atrás en el baño. Nunca supe decir si era de indignación o de agrado ante mis movimientos exagerados y la voz ligeramente gangosa. Entonces pasó todo lo del accidente y en la tele salieron notas sobre eso y también salieron notas sobre la muerte de tal o cual comentarista deportivo. Tres días después a él lo trasladaron a la única iglesia del barrio y antes de la hora de almuerzo en el matinal opinaban sobre las imitaciones del finado: la imitación debe morir cuando se muere el modelo. Yo me fui a mirarlo a él en su caja de madera y me estremecí con el frío de la sala y la inmovilidad de la cabeza detrás del vidrio. Me pregunté entonces si no valdría la pena imitarlo una última vez, pero en eso entró su madre y yo me tuve que morder la lengua para que no se me escapara ninguna de sus frases típicas.

Fragmento sobre albinos

Ese día me levanté con toda la intención de convertirme de una buena vez en la vergüenza de la familia, profundamente rojo y doliente cuando mi mamá llegara a cubrirme completo con extractos de aloe vera y bolsas de hielo; ese día yo iba a correr bajo el sol sin protección alguna por horas, pero abrí las cortinas y ¡el día estaba nublado! El verano, una vez más, me arruinaba todos los planes. Y por eso creo que me di vuelta tan rápido y corrí a bañarme en filtro solar: hasta que no estuviera perfectamente soleado, yo tendría que seguir siendo el ejemplo perfecto de la juventud de piel violentamente clara.

Fragmento sobre lavar ropa

En ese momento me dan ganas de darle un abrazo a mamá, pero ella se me adelanta para levantarse de la silla, y sale corriendo hacia el patio mientras se pone a chillar:
—La ropa, ¡la ropa!
Eso es lo malo de cuando llueve en febrero. Ni siquiera me preocupo de ir a ayudar a mamá, aunque la lluvia es bastante más fuerte de lo que yo habría esperado.

Fragmento sobre morirse

—Entonces me empiezo a morir por dentro.
—¿Y qué más se siente?
—Como cuchillos. Pero es un dolor profundamente agradable:
morir debiera sentirse así, siempre.

Una vez, cuando era chica (debo haber tenido unos diez u once años), me quedé metida en el auto leyendo un libro en vez de bajarme a ver el museo de la Gabriela Mistral allá en Vicuña. Acá tienen todos la obsesión con los poetas del Nobel y a mí me parecía más interesante quedarme con mi libro que ir a ver los sillones de la Gabriela, o sus ollas de cocina, o sus calzones. Aunque acaso lo de los calzones no aparezca porque es demasiado privado, pero una nunca sabe, porque hasta los diarios de la gente los publican y eso es peor que encontrar calzones blancos viejos.

Tengo diecinueve años y llevo no sé cuántos entreteniéndome con las cosas que escribo (y hablando alternativamente en inglés y español sobre montones de cosas cuando estoy sola en casa o a punto de dormirme), porque estoy convencida de que esto sirve para conocerse por dentro casi tanto como leerse las cartas con un tarotista de los buenos. No creo en Dios pero creo en el mal de ojo y el tráfico de energías. Me dijeron que tengo el aura roja y desde entonces suelo prender una velita del mismo color por las noches. Tengo un cactus que no logro cuidar como corresponde y varios aros huachos que me pongo en la oreja izquierda las más de las veces. No me gusta andar por la casa con calcetines y a veces me paso todo el día cantando una sola estrofa de una sola canción.

Mis cuadernos están llenos de 1) letras de canciones ajenas y 2) dibujos a medio terminar. A veces también hay cuentos y esas cosas, pero últimamente he tenido que empezar a sacar todo eso a la fuerza.

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