I.
Hay cosas que me enferman de los nervios.
Tú,
por ejemplo,
pero sobre todo esas nubes que me tapan la cordillera
pero que así y todo no se atreven a tapar el cielo, cobardes,
porque tapan lo más lindo y no tapan lo más peligroso,
que es esa luz que baja del cielo y me ilumina las ojeras
y las pestañas y las cejas y los ojos,
que me pone a la luz cuando quiero mirarte a escondidas.

II.
Hay una foto de mi abuelo en la playa
y tiene la misma sonrisa que pone mi mamá en la calle
la misma forma de las comisuras, las mismas ojeras al entrecerrar los ojos:
hay otra foto de mi abuela de muy joven
y tiene la misma cara que tengo yo cuando me miro al espejo
y los mismos labios, aunque su cara tiene más aire a actriz famosa
a Angelina Jolie, por ejemplo,
aunque ella no ha sido ni será nunca de mis favoritas.
Cómo lo hizo mamá para parirme a mí
y hacer que me parezca a mis abuelos en esas fotografías,
que acaso son las únicas que he visto de ellos,
vaya a saberlo una, que
en general no se parece nada al lado materno de la familia.

III.
Toda la infancia empezó a venirse abajo
el día en que empecé a depilarme las cejas:
primero el entrecejo, luego las orillas
y luego lentamente el borde inferior,
y luego el superior,
y luego vino el maquillaje para las mejillas,
y la sonrisa hipócrita en la cara,
y las pestañas siempre bien encrespadas.

Hay días en que te odio y cuando eso pasa
camino hasta la plaza en tacones
y me siento a tirarle pan a las palomas:
entonces llega el tipo de la iglesia
y conecta el megáfono mientras me lanza una mirada de desprecio.
Yo me levanto y salgo a andar hasta que termina de predicar el evangelio
pero nunca me alejo más de tres cuadras:
primero, porque a esa altura se empiezan a escuchar los gritos
y segundo, porque más allá de eso
podría encontrarme contigo en cualquier esquina.

Mi papá dormía con esa mujer (que es apenas un par de años más vieja que mi hermano mayor) en una cama grande y con un respaldo de madera poco interesante, apenas una placa con un borde curvo arriba y un cavado unos cinco o diez centímetros más adentro que seguía la forma de la madera oscura. Yo tenía cuatro o cinco años y los dos estaban tratando de hacer esa cama grande y yo estaba sentada en medio de todo, profundamente atacada de risa en la habitación teñida de amarillo, y me reí y reí hasta que mi papá me ladró un reto y yo tuve que bajarme de la cama y él terminó de armarla con los dientes desencajados: me imagino que en la noche hacían ruido y despertaban a la mujer, y ella habría querido cosquillearle un lunar o tirarle el bigote pero quizás si lo despertaba él le pegara un golpe y para eso era mejor aguantar el sueño: yo, a veces, despierto con los dientes apretados y me acuerdo de eso y me da miedo que se me pongan los dientes chuecos como a él. Yo ya no recuerdo qué habrá pasado después de que la cama estuvo lista pero recuerdo que hasta entonces era la única hija a la que nunca le pegó y que una vez me llevaron a cortar el pelo que tenía hasta la cintura y luego nunca más fui a ver a mi papá. Hasta el día de hoy mi mamá me pide encarecidamente que me deje crecer el pelo y yo me aguanto las ganas, solo por ella, de tener una vez más los pelos parados.

Yo siempre he envidiado un poco, bien por dentro, a esas mujeres con ojos de colores. A mí me tocó nacer con unos ojos marrones iguales a los de cualquier hijo de vecino. Yo no sé si será eso mismo (eso de encontrar en lo cotidiano lo más bello, de embellecer lo cotidiano con una actitud) o el empeño que le pongo en hacerlos brillar con otros colores, pero ya muchísimas veces me han dicho que qué lindos ojos tengo, y por eso me gusta jugar tanto a la maquillista.

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