Una vez, cuando era chica (debo haber tenido unos diez u once años), me quedé metida en el auto leyendo un libro en vez de bajarme a ver el museo de la Gabriela Mistral allá en Vicuña. Acá tienen todos la obsesión con los poetas del Nobel y a mí me parecía más interesante quedarme con mi libro que ir a ver los sillones de la Gabriela, o sus ollas de cocina, o sus calzones. Aunque acaso lo de los calzones no aparezca porque es demasiado privado, pero una nunca sabe, porque hasta los diarios de la gente los publican y eso es peor que encontrar calzones blancos viejos.

Tengo diecinueve años y llevo no sé cuántos entreteniéndome con las cosas que escribo (y hablando alternativamente en inglés y español sobre montones de cosas cuando estoy sola en casa o a punto de dormirme), porque estoy convencida de que esto sirve para conocerse por dentro casi tanto como leerse las cartas con un tarotista de los buenos. No creo en Dios pero creo en el mal de ojo y el tráfico de energías. Me dijeron que tengo el aura roja y desde entonces suelo prender una velita del mismo color por las noches. Tengo un cactus que no logro cuidar como corresponde y varios aros huachos que me pongo en la oreja izquierda las más de las veces. No me gusta andar por la casa con calcetines y a veces me paso todo el día cantando una sola estrofa de una sola canción.

Mis cuadernos están llenos de 1) letras de canciones ajenas y 2) dibujos a medio terminar. A veces también hay cuentos y esas cosas, pero últimamente he tenido que empezar a sacar todo eso a la fuerza.