Niñita de pies sudorosos

Yo no sé si alguna vez usé de esos zapatitos. Si me hubieran preguntado cómo los encontraba seguro que habría dicho que eran de lo peor que me ha tocado ver, pero si ahora me llevo un par es solamente de recuerdo; de paso, la abuela no se me enfada. Cuando era chico venía siempre a esta misma playa con mi familia y nos sentábamos con Clarita a la orilla del agua a hacer castillos. Me acuerdo de que teníamos una sombrilla azul con flores y Clarita usaba una malla de ese mismo color. A mí me daba envidia eso, porque como era niña podían comprarle mallas cada tantos años y a mí simplemente me tocaba usar un par de pantalones cortados para la ocasión. La cosa es que nos sentábamos allí y lo que queríamos era lograr construir un castillo con una cámara oculta para esconder un par de tesoros, de ordinario unas pulgas de agua medio muertas y unas conchitas multicolores.
El año en que la abuela se la llevó a vivir a esa playa empezaron a cambiar las cosas. Yo veía que en cada visita la misma malla azul le quedaba cada vez más pequeña a Clarita y estaba cada vez más reticente de sentarse en la orilla porque prefería quedarse con la abuela en las toallas, siempre protegida por la sombrilla, y desde ahí me miraba con la cara tranquila, sin jamás perder un punto mientras tejía los zapatitos. Es que a Clarita le encantaba inventar patrones nuevos y cosas como esas. Con la plata de los zapatitos se compraba ramos de flores para poner en la mesita de centro allá en la casa de la esquina. Después las flores las tiraba al agua del mar y se volvía a las toallas sin siquiera mirarme construyendo torres. La mamá me decía que era normal; papá ignoraba convenientemente eso porque no quería aceptar que Clarita no pensaba volver a hablarnos nunca más.
Y entonces vino el día en que me robe las flores recién compradas. Las escondí en la cámara que logré armar en el castillo de ese día y me acerqué a la sombrilla con Clarita y la abuela. La vieja dormía y Clarita terminaba de tejer el último par de botones para sus zapatitos. Entonces la tomé de la mano y me fijé en que le picara la arena entre los dedos y la arrastré hasta donde yo había armado el mejor castillo de mi vida y cuando la tuve al lado de eso la empujé encima y me reí cuando comenzó a sacudirse la arena y encontró las flores y me seguí riendo cuando me pegó una bofetada y en eso llegaron los padres y nos vieron peleando y nos quisieron abrazar como en los viejos tiempos pero la verdad les preocupaba que nos tocáramos más de la cuenta allí, frente a todo el mundo, en la mitad de la playa y el verano. Cuando llegamos a casa rellené el espacio vacío del florero con un par de hojas arrancadas del jardín y me metí en la habitación de Clarita. Cuando ella entró venía con el cabello desgreñado y el par de zapatitos terminados esa tarde cortado por la mitad en una de sus manos. Las tijeras las traía colgando de la otra.
A la mañana siguiente Clarita comenzó a tejer su ajuar de novia y a mí me trajeron de vuelta a la capital bien agarrado de un brazo. Las pocas veces que volví desde entonces sólo la pude ver en el saloncito bien iluminado y con los padres ambos presentes, excepto esa vez hace casi ya tres meses, cuando la abuela se volvió a quedar dormida y no quiso despertar más. Hoy aparecí solo por primera vez, con un ramo de flores recién comprado para poner en la mesita de centro. Los zapatitos que me llevo los compro sólo para que la abuela no se enoje por visitarlas sin avisarle a ella, y para ver si este detalle tan propio de la infancia de Clarita y yo ablanda a nuestros padres cuando, forzosamente, tenga que contarles la noticia.

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