En el local hace un calor de los mil demonios. Blanc está terminándose
los últimos restos de su tercera cerveza y mira con la cara sonriente
a su interlocutor, el dueño, un hombre de unos 45 años, de frente
arrugada y nariz profundamente enrojecida. Treinta minutos atrás, Blanc
había entrado desde la calle ruidosa cuando caía el atardecer
y, cuando lo viciado y ardiente del aire lo golpeó en la cara, se sintió
profundamente envidioso de Malena y sus correteos por los callejones de aquella
ciudad, en busca de un vestido nuevo esperándola tras alguna de las innumerables
vitrinas.
—Si me da usted un momento yo le traigo a la guía para que le arme
una degustación. Nada demasiado importante, sabe usted; simplemente prepare
algo que aplaque el hambre. De lo demás yo me encargo.
—¿Y de dónde conoce usted a la guía esa?
—Eso no se lo puedo contar. Pero no se preocupe: de lo demás yo
me encargo.
A Malena le cuesta encontrarla; tuvo que recorrer cinco calles completas hasta
hallarla embelesada con un vestido color turquesa en una vitrina igual a todas
las otras. Como nunca, tiene las manos completamente vacías: ni siquiera
una bolsa pequeña con calcetines dentro o qué otros diablos que
ella suele comprar. Blanc la mira extrañado.
—Tú te crees que yo no me puedo aguantar las ganas —dice
ella, mirándolo de reojo—. ¿Ya nos vamos? —y se sonríe
cuando Blanc le susurra en el oído lo que acaba de hacer.
Para cuando terminan de recorrer de vuelta las cinco calles ya está oscuro
y la mayoría de las tiendas ya están cerradas. El aire del local
está aún más caluroso que antes y Malena no puede disimular
la mueca que se le arma en la cara cuando atraviesa la puerta, aunque logra
ponerse los lentes oscuros antes de saludar al hombre de la nariz roja.
—¡Bienvenida, bienvenida! Welcome, ¿no? ¿Así
no es como saludan ustedes? ¡Welcome, welcome a mi pequeño local!
En un segundo Malena está instalada en un rincón adornado con
flores, ella y el dueño son todo risas y cortesías; la mesita
completa es casi como una isla de blonda, reluciente y serena, rodeada por muchas
otras mesas sucias que sientan a hombres ebrios. Ella logra mantener la compostura,
para sorpresa de Blanc, que la observa desde la barra con la cuarta cerveza
en mano. Y entonces se vuelve a mirar la figura del dueño del local y
sus formas en todo sentido rebosantes, igual que el sándwich y el jarrón
de jugo fresco que le planta en frente. Malena estira los largos dedos, toma
un cuarto y se larga a comer lo más discretamente posible.
—¿Y bien? —pregunta el dueño cuando vuelve al lado
de Blanc.
—¡Ah! Bueno, pues a ella la conocí hace un par de días,
sabe. Allá en la capital. Accedió a traerme acá por asuntos
de negocios.
—¿Y qué gana usted trayéndola aquí?
—Nunca más de lo que ganará usted: mírela, mire usted
como mira hacia acá.
Y cuando Blanc lo mira de reojo, el dueño se da cuenta de que Malena
le sonríe a él, al provinciano dueño del local, y entonces
le devuelve otra sonrisa y se escabulle atrás de un biombo para peinarse
antes de acercarse de nuevo a la mesa.
—¿Qué le pareció, señorita?
—Oh, good! Very, very good, sir.
—¿No habla nada de español?
—Sólo un poco, sir, I’d love to learn some more. —Y
a él le encanta la forma ingenua en que chapurreó esas tres palabras
(y las otras, pero eso debe ser efecto del calor del demonio que me tiene la
cara roja, los pantalones mojados antes de tiempo), pestañeando lentamente,
y le hace una caricia en el hombro.
Blanc apenas logra esconder los últimos billetes en su bolsillo antes
de que vuelva a sentarse el dueño a su lado. El hombre le sonríe
febrilmente y murmura algo sobre bellezas extranjeras; Blanc le ofrece un trago
de su cerveza justo en el momento en que Malena se escapa de nuevo por la puerta
del salón y, cuando el dueño suspira y se revisa la bragueta,
comienza a levantarse.
—¿Y esos extranjeros, entonces?
—¡Ah! Los extranjeros. Sí, sí, claro. Déme
un momento, ¿quiere? Déme un momento y se los traigo. Deben estar
por ahí, ya sabe usted, gastándose los últimos centavos
antes de continuar a los otros pueblitos; sí, sí, déme
un momento, que yo vuelvo de inmediato.
Y camina los últimos pasos hasta la puerta en un movimiento tranquilo
y seguro antes de que el dueño atine a pararse, sin dejarlo hablar; y
respira profundamente ese aire viciado por última vez antes de salir
a la calle, qué aire de la puta madre que me tiene hasta el pelo. Malena
le hace una seña desde un callejón cercano. Él la alcanza
caminando despacio y entonces ambos se echan a correr, justo en el momento en
el que el dueño del local sale subiéndose la bragueta y vociferando
algo sobre un par de cochinos ladrones.