Afuera es de noche y aquí dentro hay una luz violentamente amarilla
invadiendo los espacios. Algunas veces pasamos las veladas a oscuras, terminando
de usar esos cabos de vela perdidos por la casa que sobraron desde el tiempo
de los apagones. A las siete de la tarde teníamos que tener todo listo
para sumirnos en la incertidumbre de la hora sin nada de luz. Quién diría
que después se nos haría costumbre y que si no pasaba era peor,
todo por eso de prepararse para la hora de silencio y luego darnos cuenta de
que todos nuestros planes para esa hora tendrían que ser cambiados por
la vida normal.
La vida normal. Lo normal es tomarse una taza de té con dos o tres de
azúcar. Estoy tratando de preparar eso y entonces me vuelve a decir:
—Me voy —y me mira—: me voy.
Yo lo miro de vuelta y sigo haciendo mis cosas. Se me ocurre que pongo una expresión
irónica cuando le digo
—¿Y dónde te vas a ir? Si no puedes hacer nada sin mí.
—Allá me van a cuidar mejor.
—Allá te van a matar para quedarse con todas tus cosas, Antonio.
De nuevo el silencio. Antonio estira el brazo y logra apagar la luz de un golpe
chueco al interruptor. Después me hace abrir la puerta de la calle para
que entre un poco de aire fresco y lo único que se ve es un par de niñitos
tratando de resistirse a la fuerza de los brazos que los empujan al fin dentro
de sus hogares.
—Si quieres te compro otra casa. Te dejo que te quedes con esta y te compro
otra. Y un auto: así me dejas irme.
—No.
Él me mira con reproche mientras le acerco el té. No quiere abrirme
los labios hasta que le ofrezco de beber a cucharaditas: una para ti y otra
para mí y nosotros somos casi como un espejo de movimientos copiados.
Después él comenta que le hubiera gustado un poco más de
azúcar y yo no quiero que hable más cosas sin sentido. Intento
que me bese y no quiere. Yo le planto un beso tibiecito en la nariz.
—No me vas a poder dejar nunca. ¿Cómo, si ni siquiera puedes
usar las manos? —le digo, y entonces lo pongo en el umbral de la puerta
para que le llegue el viento.
—Siempre queriendo sacar la última carta del naipe —me responde
cuando estoy desapareciendo tras la puerta de la cocina—, pero esa la
tengo yo.
Y entonces se gira hacia la puerta y con la fuerza que nunca tuvo da pasitos
rápidos en la silla de ruedas hasta que sale a la calle: aquí
dentro se apaga la luz y en una esquina del saloncito se prende un cabo de vela.
Cuando llego a la verja Antonio ya no está y no se escucha nada más
que el rumor de los autos atravesando la avenida de enfrente y las murmuraciones
de los vecinos espantados por un nuevo apagón.
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